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miércoles, 30 de noviembre de 2011

El teatro, una droga contra la angustia. Cristina Banegas reflexiona sobre la intimidad de su carrera.


Empecé a actuar en teatro en septiembre de 1967. Hace 25 años. Cuando hice la cuenta de la cantidad enorme de horas de vuelo me pareció que tanto tiempo era una exageración; que cómo había hecho para ir tantas miles de veces a meterme en un camarín, ponerme otra ropa, peinarme, maquillarme y buscar desde dónde saltar a ese otro lugar que es un escenario. No es sencillo hacer un corte en la vida personal y a cierta hora cada noche ser un personaje, hacer otros gestos, decir otras palabras que casi nunca son las que uno diría si se quedara en su casa. 

Ese pasaje entre lo privado y lo público, entre lo real y lo imaginario no siempre es seguro ni tranquilo. Ni se trata solo de una cuestión técnica. He salido a actuar desde los lugares emocionales más inconcebibles y sé qué violento puede llegar ser ese paso que nos hace entrar en escena. Me llevó muchos años darme cuenta de que casi siempre antes de actuar me pasaba algo angustioso, un sentimiento de desasosiego que me hacia ir al escenario como si fuera el único lugar posible donde yo era alguien. Como si actuar fuera una droga contra la angustia. Siempre hago el chiste de que actuar es un viaje de ida, porque la sensación de "trip" a veces es muy fuerte. El sentimiento de que esa hiperrealidad del escenario es muchísimo más intensa que la realidad. Como cuando en medio de una función viene una de esas correntadas de imágenes que arrasan con todo y entonces la actuación se hace tan transparente que desaparece y uno desaparece y el escenario desaparece porque empieza a suceder otra realidad y estamos todos, los actores, los espectadores, los técnicos en otro lugar, en otro tiempo.

Debo haberme pasado miles de horas ensayando. En los ensayos suceden algunos de los mejores momentos del teatro. Flashes de aparecidos, gente como en trance, travesías por países desconocidos, como si el grupo fuera una nave del tiempo que inventa planetas.

Algunos pensamos que es como una banda que se arma y se prepara para un asalto. Cada obra es un banco distinto, requiere sus propias estrategias para llegar al tesoro. Es una máquina, un animal mitológico distinto cada vez, que va creciendo en el ojo del director, sostenido por esa única mirada que la hace vivir. Esa privacidad le da un toque como de besarse a escondidas, de entrar clandestinamente a un lugar desconocido, es una intimidad muy rara la de los ensayos.

El público parece un fantasma muy lejano que se acerca a medida que la obra va emergiendo. Entonces empieza a sentirse la sed de estrenar, una necesidad creciente de que vengan de una vez, que todo esto se termine y llegue el público. Siempre antes de estrenar tengo un sentimiento medio lumpen, como de desafío. Ya van a ver, les vamos a perforar el alma. Esa electricidad. Fugaz pero que marque. Que no se olviden. Aunque se olviden.

Cuando termina la función siempre me agarra una cierta urgencia para irme de ahí. Si por los atuendos del personaje tengo que tardar más y escucho cómo se van yendo mis compañeros, me da un ligero terror de quedarme encerrada, que se vayan todos del teatro y se olviden de mí —yo de chica miraba los programas de Narciso Ibáñez Menta—. Siempre tiene un toque de fuga mi manera de salir del camarín.

He tenido buenos y malos compañeros de viaje. Con algunos nos hemos divertido como desaforados actuando juntos. El efecto multiplicador del placer de compartir un buen momento de teatro es algo que siempre se agradece. Con otros nos hemos odiado más o menos disimuladamente. Cada obra es una red de relaciones distintas. Cada función es una trama de historias cotidianas distintas. Entre el bar de antes y el bar de después de actuar, la vida personal, los chismes, las complicidades, esa promiscuidad de los camarines, la trastienda de lo que pasa en el escenario.

Cuando las obras se terminan y ya no hay que ir más al teatro, las primeras semanas hay como un síndrome de abstinencia. Toda esa energía que no va a parar más a la función empieza a estallarme en la cara, no tengo donde colocarla, qué hacer con ella. Y me vuelvo peligrosamente sensible, inaguantable, me creo cualquier cosa, como un efecto rebote del imaginario, como una deformidad del oficio.

Este cuerpito que me va quedando grande ha empapado muchos trajes, destrozado zapatos en unos cuantos escenarios. ¿Cuántos personajes faltan? ¿Cuántos que no hice ya no haré? ¿Qué marcas dejaron? ¿Cómo puedo pasarme la vida haciendo esto?
Hay actores que creen que los personajes son fantasmas, que pueden volver a reclamar por las escenas que no nos salieron. Otros creen que son personas capaces de enseñarnos a vivir mejor. Están los que creen que los personajes no existen y que son solo construcciones de signos más o menos complejos. Y también están los que creen que las personas no existen. He pasado mucho tiempo buscando la religión del teatro, ese borde entre la fe y la creencia, entre la vanidad y la verdad. Yo soy la que está entre cajas, en esa penumbra del escenario, en ese adentro del afuera, donde con un solo paso entro en la luz. Yo estoy ahí, rezando antes de saltar. Se actúa para Dios.

Una vez trabajé en una obra en la que al final me mataban. Quedaba un rato tendida en el piso del escenario, con los ojos abiertos, llorando casi siempre. Era invierno y la calefacción del teatro no andaba. Lloraba de frío, de muerte y las lágrimas, por la posición de mi cabeza rodaban hasta caer adentro de mis orejas. La obra se terminaba. Apagón y aplausos. Me levantaba y todos nos preparábamos para saludar. Luz. Más aplausos. Entonces me inclinaba hacia adelante, reverenciando al público y al bajar la cabeza las lágrimas caían de mis orejas. Mojaba con el llanto de las orejas la madera del escenario.